domingo, 14 de junio de 2009

Nuestra última conversación

- A ver.
Miré a mi alrededor buscando algo con lo que apoyar mis ideas, alguna especie de soporte que diese forma a mis interpretaciones. El día estaba tan solo manchado por algunos rasguños de nubes allí por donde se confunde el horizonte, y la luz del sol de media tarde calentaba tímidamente el aire cortante de invierno. El camino donde estábamos parados se bifurcaba a unos 200 m de nosotros, y el resto del paisaje era una gran explanada moteada con algún matorral intrépido que daba cobijo a pequeñas plantas que encontraban en él su refugio para la crudeza de los vientos invernales. Como no había nada que me sugiriese material para seguir hablando, me volví hacia mi acompañante que me esperaba con una mezcla de fanfarronería e impaciencia.
- Mierda, a ver cómo puedo explicártelo…- odio cuando me mira de esa manera.
- No tienes nada que explicarme. ¿Por qué te cuesta tanto asumir que estás equivocado?
- No, no estoy equivocado-. Mis palabras brotaban lentas, como la savia en los árboles, pues mi mente seguía ocupada buscándole palabras a mis ideas.- no estoy equivocado…
- ¿Sabes? Hace mucho ya que dejé de verte con esa máscara que te empeñaste en usar. Eres más simple que todo eso, pero parece como si no destacar fuera más duro para ti que la misma muerte.
Me puse rígido. Sabe perfectamente que mi meta nunca ha sido destacar. Destacar es tan solo un paso irremediable para alcanzar cualquier gran meta, y eso es precisamente lo que hace que un hecho sea grande. Que sea único. Por primera vez en mucho tiempo noto como si estuviera desnudo, no al amparo de esa dichosa máscara que la gente que dice conocerme me coloca hasta la asfixia una y otra vez en mi rostro. Por lo visto es más fácil relacionar los movimientos atípicos con llamadas de atención para un público somnoliento.
El problema es que su indeseable estupidez, su falta de relaciones lógicas entre ideas preconcebidas, ha hecho que se esfume mi cálido abrigo de seguridad. De una estocada ha volatilizado la evidencia de mis palabras, la brújula de mi cruzada. Volver a empezar a explicar qué hace que yo sea ese bellaco lleno de ideas e idioteces hacía sentir mi cuerpo apaleado.
La miré con más pena en mis ojos de lo que deseaba mostrar. ¿De qué me servía tener una idea brillante si la única persona a la que puedo hacérsela llegar se empeña en acallarla, en desplazarla y ocultarla bajo lo más profundo de las entrañas del mundo de los pensamientos abortados?
- No importa- dije apartándole la mirada.
Siguió un silencio con el que parecía decirme: “quiero entenderte, pero no conocemos una misma verdad”, al que solo pude responder iniciando la marcha que minutos atrás se había detenido para dar paso a la discusión.
Por su cabeza podía estar bailando cualquier ser estrafalario, revolcándose entre montones de órganos viscosos y cantando a voz rasgada, que bien nunca lo habría sabido, porque su fachada solo mostraba una mujer aturdida, pero yo no podía entenderlo. Había sido ella la que había golpeado, yo me había limitado a derrumbarme por dentro, gritando, sí, pero el dolor se había concentrado en cualquier punto protegido por el esternón y su máxima expresión para con el mundo exterior había sido una súbita relajación de mis miembros, una sonrisa dolida y un mar de lágrimas retenido en mis cuencas.
No nos hablamos durante todo el camino de regreso. De hecho, nunca más volvimos a hablarnos y, aunque terminaron esos días helados, ese mismo frío decidió no abandonarme para nunca, por lo que se alojó muy dentro de mí.

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