martes, 14 de julio de 2009

Cuando no existan las sombras

Era el momento.
El sol se había decidido al fin a esconderse tras las montañas más lejanas, dando paso a un cielo sangrante de vidas ajetreadas, quizá más de las que debería soportar. Las nubes se aglomeraban alrededor del último bostezo del día, como intentando amarrar al sol con sus manos de humo. Justo enfrente el panorama era muy distinto. Por los árboles que indicaban el comienzo de los dominios de la noche, empezaban a abrir los ojos tímidamente las primeras estrellas. Y las sombras desaparecían.
Era el momento de salir de casa, al fin.
Cuando lo vio oportuno, con la precisión matemática que tan solo puede otorgar años de experiencia y monótonas costumbres, Daniel salió de su pequeña casita lindando con el bosque, ligero como sólo él, que no compartía el mismo suelo que su sombra, podía caminar. En el cielo no quedaban más que los esbozos de lo que fue otro día, y un tarro de tinta china derramada en el Este empezó a resbalar por los agónicos bostezos solares.
El muchacho sonrió al volver a ver la Luna. La misma sonrisa de pura tristeza que sólo podía permitirse a la soledad del ocaso. Cuando el Sol se escondía, cuando el mundo parecía entrar en una especie de letargo nocturno y el núcleo vital se recostaba para retomar fuerzas, era el momento. Cuando no existían las sombras, era el momento de Daniel.
En verdad, siempre hacía lo mismo. Sus movimientos parecían marcados por una rutina digna de la más estricta de las diócesis. Las posibles variables oscilaban entre su paseo a las orillas del estanque, donde la luna se reflejaba poéticamente en el agua, en un romántico pellizco que a Daniel se le antojaba vulgar, pero si alguna vez entrelazaba los dedos con una chica y caminaban bajo la atenta mirada de las estrellas, irían allí, donde les esperarían las ranas vestidas de gala, y los grillos darían el concierto para el cual tanto tiempo han estado ensayando… porque los libros predicen que ella se derretiría, y probablemente llegara a descubrir a qué saben los besos.
La otra opción era adentrarse en el bosque. Ya no necesitaba que el indeseable le mostrase el camino, porque él podía alumbrarse de luciérnagas que no veía, de astros que observaban, abrazados por la única sombra que envolvía todo. Caminaba bajo árboles monocromos buscando compañía donde no la había. Era el momento de sentirse un igual con un mundo sin sombra, a la sombra del mundo.
Daniel había vivido siempre con un testigo menos de sus pasos, ya que desafortunadamente ya no tenía sombra que caminase con él. Había estado recluido en su hogar desde que tomó su primera bocanada de aire, encerrado en un delimitado mundo lóbrego, fosco como el amigo que no tenía. Nunca había visto qué era lo que le faltaba, o lo que le faltaría si le llegase a alumbrar alguna luz, pero ese frío era el claro sinónimo de que le faltaba algo, de que algo no funcionaba como se supone que debía funcionar y, bueno, él nunca vio necesario comprobar algo que no existía, intentar ver algo que faltaba, como jugar a darle forma a las nubes de un cielo impoluto de verano.
La noche era el momento, porque las sombras tenían mejores cosas que hacer, o quizá temían, huían y se escondían en un refugio clandestino, lejos de los ronquidos y los sueños que nunca verían. O simplemente también necesitaban dormir.
Pero Daniel sabía la verdad. Formaban parte de un todo, de una unión mística a la que no pertenecía. Cada sombra era un desgarro a la noche, como un último intento de las almas que tienen que abandonar las estrellas para enfundarse en un traje de vísceras y humedad, como el pataleo de un crío que no quiere entrar a su primer día de escuela, así se aferran las almas a su hogar, y lo despliegan sobre suelos, paredes e instrumentos, intentando mantener a raya la luz del día, lo absurdo de lo terrenal.
Y a la noche, tras la muerte del indeseable, todas las almas dormían con los ojos abiertos, desplegando su pedacito de cielo y cubriéndolo todo de noche, soñando su vida, y viviendo los sueños de las personas.
Daniel gozaba una vez llegado este momento, aunque para ser sinceros, él también añoraba algo de cielo durante el día. Por lo visto, sólo las almas tenían derecho a ello, y jugaban a contar estrellas en sus sombras.

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