martes, 7 de julio de 2009

Hallway of Always



—Me alegro de que finalmente decidieras venir conmigo. ¿Puedo preguntar qué te animó?
—No se. Me apetecía hacer un pequeño viaje, contigo. Estás a tiempo de dejarme en casa, ¿eh?
No necesitaba mirar hacia ella para saber que bromeaba. Sus gélidos y agradables ojos estarían fijos en mi, con una ceja semilevantada (la izquierda), y una sonrisa picarona. Pero seguí con la mirada fija en las líneas de carriles de la carretera.
Apenas hacía veinte minutos que habíamos salido, rumbo al este, con la intención de pasar una semana de relax en una casa que yo tenía en la costa. La casa en si no es gran cosa, pero está dispuesta apartada de todo, incluso del mar, a unos 80 metros de altura. Las vistas del acantilado sobre el que está emplazada son preciosas. Por norma, mis escapadas hacia allí eran en solitario, pero mi amiga decidió apuntarse a última hora. Y yo, encantado. Pasar una semana con ella podría ser una gran experiencia, además, cabía la posibilidad de que eso diese lugar a…
—¿Te importa si ponemos música? No es que me aburra, pero me gusta viajar con música.
Ahora sí la miré de refilón. Le dediqué una sonrisa inocente y volví a centrarme en lo mío.
—Claro. Puedes poner lo que prefieras, los discos están en la guantera. Estamos atravesando una zona montañosa, por lo que no podremos sintonizar la radio hasta, al menos, dentro d unos 100 Km.
—Pero aquí solo hay un disco…
—Por eso te di a elegir. Ponlo, es mi preferido.
Sin dejar de mirarme algo confusa, introdujo el CD en el reproductor. Yo intentaba aguantar la risa y, cuando la sonrisa estaba empezando a asomar peligrosamente en mi cara, aproveché que el volumen estaba demasiado bajo para subirlo y despegar de esta forma sus ojos de mi cara. Lo ajusté al nivel 11 de estéreo, ecualizado para Jazz, como siempre.
Ella se recostó contra la ventanilla y se quedó escuchando en silencio la canción “Hallway of always”. Cuando pasaron un par de minutos, se removió en su asiento y dijo:
—Es triste.
—A mi me parece bonito.
—Bueno… no he dicho que no lo sea, pero no es música de carretera. Necesitas más ritmo, si no, te vas a quedar dormido al volante.
—Vaya… ¿dejarías que eso pasara?
—¡Claro que no! Bueno, sino me quedo dormida yo antes.
—Puedes quitar el disco si quieres.
—No, me gusta.
Tuve que reducir a tercera por una curva más cerrada de lo normal. Ella siguió el movimiento de la palanca de cambios. Luego, se asomó repentinamente por la ventanilla, como si hubiera visto algo interesante, pero finalmente se echó sobre el respaldo del asiento y sentenció:
—Eres raro.


—No pasan muchos coches por aquí, ¿no?
—Pues no, no es una carretera concurrida. Por eso me gusta. Además, el paseo es precioso.
—No he visto un solo coche desde que entramos en ella.
—Puede ser.
—¿Seguro que está permitido circular por aquí?
—Claro que sí.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Siempre lo he hecho.
—¿Siempre?
—Siempre. Mira, creo que abrieron una autovía, por eso la gente no viene ya por aquí.
—¿Y por qué no tomas tú también la autovía?
—Ya te lo dije, me gusta este camino. Es bonito.
—Y triste.
Le dediqué una mirada y una sonrisa fugaz. Me encanta cuando hace eso. Ella seguía mirando por la ventanilla.
Llevábamos ya un tiempo cruzando un bosque tupido. Las distintas variedades de gimnospermas que tapaban la carretera por la que circulábamos formaban como un túnel verde, frondoso y tan oscuro, que en días poco soleados, tenía que encender las luces.
—¿Siempre vienes solo?
—Creía que estabas conmigo.
—Bueno, quiero decir… sino hubiese venido yo, habrías venido igualmente, ¿no?
—No lo se. ¿Y si me hubiera dormido por el camino?
Se le escapó una sonrisa. Yo se la devolví y le acaricié el muslo izquierdo. Sin apartar la mano, le dije:
—Me alegro de tenerte aquí.
—¿Porqué?
—Simplemente por ser tú.
—Tú también eres especial para mí.
—Bueno, hay muchos tipos de especial, así que…
—No. Tú tienes una categoría exclusivamente para ti.
—¡Vaya! ¿Estás segura?
—Por supuesto que sí, señor triste.
—En cualquier caso… no vuelvas a interrumpirme cuando voy a empezar una explicación.
Intentó indignarse, pero reía con los ojos. Se dedicó a mirar el paisaje, ahora sin disimular la sonrisa, y agarrando con delicadeza mi mano. Primero acariciándola, y poco a poco, apretándola. Una mano suave, cálida y tímida, pequeña y fina. Su mano mantenía a la mía en su muslo mientras teníamos una conversación grata, banal e ingeniosa. En el reproductor, el CD, que ya había dado un par de vueltas, empezaba una nueva canción, pero ella no escuchaba, solo reía y reía mis bromas sin dejar de mirarme. Se le notaba feliz, llena de esa sensación de nerviosismo histérico de las ansiosas y sobrevaloradas primeras veces. Yo sentía que nos acercábamos lentamente al punto donde los dos siempre quisimos estar, pero aun era pronto para imaginar, de modo que sugerí:
—Te noto feliz.
—Claro que sí. ¿Cómo no iba a estarlo?
—¡Me encanta eso! Pero, ¿puedo preguntar qué es lo que te tiene tan contenta?
—Pero si lo sabes de sobra.
—Pues yo no estaría tan seguro. Dímelo.
—Imagínatelo.
—No me gustaría equivocarme. Ayúdame.
—Venga ya, no me hagas decirlo…
En este punto, se sonrojó, soltó mi mano y se hizo la indignada.
—¿No me lo vas a decir?
—¿Por qué te crees que estoy aquí contigo?
—Porque quieres desconectar, pasar un fin de semana agradable sintiendo la brisa marina en lo alto de un acantilado o quizá…
—No es nada de eso, idiota. Antes te dije que eres especial. Lo único que me importa del “aquí y contigo” es el “contigo”.
—¿Lo dices en serio?
—Sí… siempre me asustó un poco esa perspectiva, pero he decidido que… ¡qué demonios! La vida son dos días, ¿sab…?
Y de repente todo calló. Yo miraba al frente, a la carretera, y a pesar de no querer volver la cabeza, porque sabía qué me encontraría, miré, justo para ver cómo se precipitaba de frente todo lo que el cinturón de seguridad dio de sí. Sabía que sus labios ahora estaban sellados. Sabía que sus ojos se habían vuelto vidrios vacíos. Sabía que estaba muerta a mi lado, inclinada hacia adelante, con el pelo cubriendo lo que ahora eran cristales.
“You had it all… you had it all”
No podía estar pasando. No de nuevo. ¿Qué hice mal esta vez? ¿Qué se supone que tengo que hacer para no perder a quien deseo, sin ni siquiera tener la oportunidad de amar?
Tuve que parar el coche en el arcén. Las lágrimas me impedían seguir conduciendo. El peso del vehículo hizo crujir hojas secas y ramas rotas. La luz se filtraba a duras penas entre el denso follaje, y bajo esa luz me derrumbé al lado de su cadáver. No pude gritar o maldecir. No podía culpar a nadie… ya no sabría a quién, no se me ocurrían más nombres. Cuando conseguí mirarla analíticamente, vi lo que esperaba ver. No era una muerte normal. Su cuerpo no se pondría rígido hasta dentro de un día o dos. Nunca olerá a descomposición. No podré pasar la mano por sus párpados para evitar ese reflejo carente de emociones de lo que hace unos minutos eran sus ojos. Me sentía incapaz de decidirme por alguna emoción… estaba furioso y avergonzado al mismo tiempo, pues había caído en la misma trampa de siempre, pero me resultaba imposible ilusionarme, pensar que esta vez sería distinto. Por otro lado estaba muerto de miedo. Era evidente que, por mucho que me empeñase, nada iba a cambiar. No tenía ni idea de porqué, pero había encontrado una condena que me perseguiría.
Miré su mano, inerte sobre su muslo, justo donde había estado la mía. Finalmente arranqué el coche de nuevo y encendí las luces. Todo se había vuelto oscuro. Siempre llego a oscuras, por mucho que madrugue. Inicié la marcha de nuevo, sin lágrimas, sin ganas, sin fuerzas, ni esperanza. Solo una acompañante muda a mi diestra, y la eterna música del reproductor que cantaba el último estribillo con una graciosa variable:
“You had it all… you had it all… or that’s what you thought”.



Apagué las luces y el motor. El coche quedaba estacionado al final del camino de tierra que subía hasta la casa. Ante mí se extendían unos 30 metros de jardín poco cuidado hasta la entrada principal de la casa, y detrás de ésta, el mar rugía hambriento y amenazante contra las rocas, a pesar de lo tranquila de la noche. No esperé a encender las luces de la casa para tirar del montón de carne, huesos y cristales estoico que había viajado conmigo hasta el borde del acantilado. Pesaba muchísimo, y aquel lugar conseguía engañarme hasta el punto de parecer insuflarle vida, pero ya se que su intención es hacer que todo esto duela más. Y puede. Puede doler mucho más.
Me detuve al filo del acantilado, donde las hierbas se hacían cada vez más pequeñas y la brisa lamía el rostro inundándolo todo con su olor y sabor. Volví a plantearme lo de siempre. Volví a ejercer la introspección y a decirme que esto tendría que acabar, que la ilusión solo conlleva dolor y una caída tan alta como este acantilado. Me volví para cogerla y la dejé caer al mar. Volvía a sentirme pesado, viscoso y tibio. Sonó un golpe seco y cristales rotos. No me asomé en ningún momento, de todas formas era de noche y no habría visto mucho. Me volví a casa, cené lo primero que encontré sin usar la cocina y me dormí sin desvestirme.
A la mañana siguiente hacía un día espléndido. El mar estaba tranquilo, como si no hubiese pasado nada. Aquí no ha muerto nadie. Aquí nadie ha estado, de nuevo, a punto de tenerlo todo, tenerlo todo y quedarse sin nada, como siempre.
Monté en el coche para volver a la ciudad. Arranqué y di la vuelta en un hueco que había junto al camino de tierra. No puse música. Dejé la casa atrás y miré por el retrovisor para echarle un último vistazo, aunque sabía que volvería. A la luz de la mañana, la casa quedaba inundada por destellos que provenían de abajo, donde las olas movían ligeramente los cadáveres de todas aquellas chicas a las que he intentado acercarme. Un mar de ojos de cristal que parecía no dejar de crecer asomaba mediante destellos en la fachada de mi casa y, aunque yo no quería contribuir a ello, se que volveré a alimentarle, ayudaré a que ese montón de cadáveres blanquecinos y deshidratados siga creciendo, iluminando mis mañanas con fulgores de reproche.
De veras siento haber hecho esto a todas esas chicas, pero no puedo evitar sentir algo de esperanza. ¿Porqué no iba a cambiar? De echo, se que a pesar de este dolor volveré a la ciudad, volveré a sentir algo y la imperiosa necesidad de volver a recorrer esta misma carretera, de noche y en silencio, pero acompañado.

4 comentarios:

  1. BRUTAL!!!
    Es tremendo el texto Rauko. Tio me ha encantado, y mucho. Me gusta como describes y como utilizas metaforas para expresar un deseo o una situación. (Que supongo que es inventada, no?)
    Niño, sigue escribiendo asi, que vales un montón!!
    Un besazo enorme y cuidate!!

    ResponderEliminar
  2. muy bueno, artista!!

    "dentro del mar
    la comida de los peces tú serás"

    ¿casualidad q sonase esta canción de Iván Ferreiro mientras leia tu relato?

    m encanta como escribes.

    muy bueno, como siempre

    ResponderEliminar
  3. Esa casa es como el jardín, al que no van a llegar...
    Todos somos abortos de todos.
    Y todos nos echamos las culpas a todos, me resulta muy irónico hoy... De hecho no aguantaba el coqueteo ridículo y necesitaba que se muriese ya, porque sabía que se iba a morir.
    Pd. Genial el relato, genial.

    Nuria.

    ResponderEliminar